Aviso que esta es una de esas entradas en las que se me va un poco la olla y se quedan entre lo literario y la reflexión absurda.
¿Habéis visto alguna vez como se pelean en las películas los americanos? Da igual la época, que sea una pelea de borrachos o un digno combate entre caballeros de la alta burguesía: mantienen las distancias y lanzan certeros puñetazos a la cara del oponente o utilizan voluminosos objetos para golpearle. Nada que ver con lo que sería una pelea de la España profunda siglo y poco atrás.
Mayo de 1896 en un pueblo cualquiera de Andalucía Juan, jornalero de profesión, acaba de despachar una bota de vino con un compadre, ya esta oscureciendo, pero es San Isidro y hoy lo van a festejar un poco más. La taberna esta bastante concurrida y acaba de entrar Manuel.
Manuel lleva toda la vida enamorado de la hermana de Juan y esta acaba de rechazarle burlándose cruelmente. Su familia hace tiempo que no era bien vista en el pueblo por alguna vieja historia y los chismes con tan pocos habitantes pueden volverse muy dolorosos. A estas alturas ya le importa todo un rábano, va a emborracharse. Pero tras el tercer vaso de vino escucha una burla de Juan y decide que no puede más. Se levanta y comienza a insultar a toda la familia de este con especial hincapié en su hermana.
Juan se levanta a su vez y se abalanza hacia Manuel dispuesto a hacerle tragar sus palabras.Trabajan en el campo, así que ambos llevan en el bolsillo una navaja de medio palmo. De esas que sirven para todo: desde pelar una naranja o hacer un injerto hasta cortar una tripa de chorizo. Manuel tiene ahora ganas de sangre y la saca para defenderse de Juan que es un poco más grande que el pero con fama de muy burro. El otro no se achanta por la hoja y con el mismo ímpetu saca la suya y con la cabeza gacha y los brazos pegados al cuerpo se va directo a por los riñones de Manuel. Hay poca diferencia con el torero cuando le toca matar, tienen que acercarse al antagonista hasta casi tocarlo con la cara para hundirle el acero hasta el puño.
Ninguno se para a medir las distancias o a vigilar a las de Albacete: hay que ir a hacer daño, el que dé el primer navajazo letal saldrá vivo. Chocan con el cuerpo, las caras a escasos centímetros, huelen mutuamente a sudor y a vino. Manuel lanza una cuchillada que recibe Juan en el brazo y este responde clavándole la faca en medio de la tripa. Se aleja un paso y ve como el amante despechado se tambalea y se apoya en una mesa. Se acabó la reyerta. Alguien habrá avisado a la Guardia Civil y habrá que salir por patas no vaya a ser que la cosa se ponga fea.
En la películas americanas siempre existe la posibilidad de que alguien lleve un arma de fuego, tan comunes por allí desde los tiempos de la guerra con Inglaterra o la posterior colonización del Oeste que son un derecho nacional. Hay que dejar un margen para asegurar que no hay una pistola o para evitar ser encañonado. Puñetazos limpios o con alguna botella, silla o cualquier objeto contundente. En una España rural sería un absurdo esa distancia, el contrario lleva una navaja tan seguro como que lleva alpargatas. Y es tan descabellado que lleve una pistola como que los Guardias Civiles vayan de rosa. En las peleas se va al bulto, encogiendo el cuerpo para parar los golpes. Aquí la violencia siempre ha sido más sucia si cabe, más cercana. Ya lo conocía Lorca cuando escribió Reyerta pero antes ya lo vió Goya cuando el pueblo sacó las navajas y comenzó a rajar franceses allá por 1808 y ni bayonetas ni mamelucos ni hostias. Agachar la cabeza y buscar los riñones.
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